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¿Puede la construcción sostenible ayudar a los argentinos a sortear la crisis?

El País.


Las facturas de electricidad y gas que han llegado este abril a las familias de Argentina son entre dos y cuatro veces superiores a las del mes anterior por la retirada de los subsidios a la energía decidida por el Gobierno de Javier Milei. Las de mayo serán aún más altas, porque la cercanía del invierno austral obligará a encender la calefacción en muchos hogares de este país del extremo sur de América. El aumento de precios ha reactivado un debate que fue marginal durante años: la importancia de una arquitectura sostenible que haga eficientes energéticamente a las viviendas y que reduzca la huella de carbono de su construcción. Entre los materiales usados se abren camino algunos de base biológica y otros reciclados —como madera, plástico, lana, hongos y conchas marinas—, aunque a gran escala el cambio avanza lento.


“Si hablamos de arquitectura sostenible tenemos que hablar de eficiencia energética y de los materiales. Si sólo se tiene en cuenta uno de los dos, no es sostenibilidad sino soste bla bla bla”, asegura Juan Manuel Vázquez, director del Instituto Latinoamericano Passivhaus, que impulsa un exigente estándar de construcción de origen alemán con impacto ambiental mínimo. Bajo esos principios se construyó en 2021 La Dianita, una vivienda unifamiliar de la ciudad costera de Mar del Plata de más de 300 metros “que se calienta con lo que consume un secador de pelo, básicamente nada”, según su arquitecto, Paolo Massacessi, otro de los directores del Instituto.


“Quien construye un edificio hoy está dejando un legado para 60 o 70 años y esa construcción tiene que estar hecha a prueba de futuro”, subraya Vázquez. El futuro es un planeta que se calienta. “En Argentina, si se construye con responsabilidad, es necesario pensar en que sea resiliente a las olas de calor que ya tenemos y que tendremos cada vez más. Las pieles de vidrio de los edificios, por ejemplo, son una trampa de calor”, agrega este ingeniero agrónomo, especializado en materiales aislantes hechos con residuos de vegetales como trigo y arroz. “La agricultura en Argentina deja volúmenes de paja gigantescos que hoy en el mundo se consideran oro en la construcción”, dice con énfasis. Al comprimirlos, los transforma en paneles de alta densidad que luego usa como aislante termoacústico en construcciones en seco. “En un futuro, todos los materiales de construcción tendrán que ser cultivados, porque vivimos en un planeta biológico de recursos finitos”, sentencia.


Sus palabras suenan por ahora a ciencia ficción. En el mundo, cada mes se construye una superficie equivalente a la ciudad de Nueva York, según la ONG Arquitectura 2030, que estima que la superficie total construida se habrá duplicado de aquí a 35 años. Y el impacto medioambiental del sector es enorme: la construcción es responsable del 37% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero (GEI) a la atmósfera, de acuerdo a los cálculos de Naciones Unidas. El organismo tiene en cuenta las emisiones provocadas por la demanda de energía en casas y edificios (poco más del 27%) y durante la fabricación de los materiales más comunes en las obras, como cemento, hormigón, acero, aluminio, ladrillos y vidrio (9%).


Para fabricar cemento se requiere extraer roca calcárea de una cantera y abrasarla a más de 1.500 grados en altos hornos que funcionan con carbón y, por tanto, liberan mucho dióxido de carbono a la atmósfera. Al mezclarlo con arena, grava y agua se convierte en hormigón, el rey de la construcción por su ductilidad, resistencia y el escaso mantenimiento que necesita.


“Tenemos que limitar el cemento para la construcción de infraestructuras como túneles, puentes y carreteras y pensar en otros materiales para edificar viviendas, como placas laminadas de madera, que son carbono negativas”, opina Vázquez. Desde la industria, en cambio, ponen reparos: señalan que la madera usada en las casas, cuando se desarma, suele quemarse y eso devuelve el CO2 a la atmósfera, por lo que piden que se tenga en cuenta el producto “de la cuna a la tumba” tal y como exige la declaración ambiental de los productos. Algunas técnicas de construcción, como el steel frame (marco de acero), han conseguido este sello en Argentina, lo que las garantiza como una alternativa sustentable, liviana y duradera, defiende Francisco Pedrazzi, presidente del Instituto de Construcción en Seco.

Las opciones descritas son minoritarias en Argentina. Si se toma en cuenta el etiquetado de eficiencia energética de viviendas, que las evalúa de mayor a menor —de la A hasta la G—, casi todas las edificaciones del país están en las tres últimas categorías, según admiten certificadores, arquitectos y responsables de políticas públicas.


Quienes buscan algo distinto suelen irse lejos de las ciudades: en los pueblos de las sierras de Córdoba —en el centro del país— y en el sur patagónico prolifera la bioconstrucción con materiales locales, como tierra, paja y madera. También han crecido en los últimos años las ecoaldeas en la provincia de Buenos Aires, como el centro Nakkal, en Cañuelas. Sus fundadores, Victoria Sostres y Eduardo Oscar Ferreyra, buscaban un cambio de vida que comenzaron a sembrar allí. Después se les sumaron familiares, amigos y conocidos a los que han ido enseñando cómo usar los recursos del lugar para levantar sus casas. El diseño bioclimático de las construcciones, hechas con gruesos muros de adobe y techos de paja o verdes, las vuelven naturalmente frescas en verano y cálidas en invierno.


Construcción rápida y económica

En las grandes urbes, en cambio, los constructores tienden a buscar materiales de construcción rápida y bajo costo. La eficiencia energética de los edificios es voluntaria y no obligatoria, por lo se dejó de lado durante años, pero ahora recupera cierta relevancia por el aumento de precios. Si la vivienda está bien diseñada y aislada, sus habitantes recuperarán el posible costo extra en poco tiempo.


Hasta marzo, el recibo de la luz de un departamento de 60 metros cuadrados en Buenos Aires rondaba el equivalente a cinco dólares, aproximadamente lo mismo que se paga por un café con medialunas en un bar de Buenos Aires. “Los subsidios volvieron imperceptible el costo de la energía y a la hora de construir, las medidas de eficiencia energética perdieron sentido. ¿Por qué no poner grandes ventanas sin postigos ni persianas si quien vive en esa vivienda con un click prende el aire acondicionado o la calefacción, que no le cuesta nada?”, se cuestiona Salvador Gil, director del programa de Ingeniería Energética en la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). El derroche es aún mayor en el sur patagónico, que durante casi dos décadas ha recibido subsidios al gas que duplican al resto del país. Pasa algo parecido en el noreste, donde el problema son las altas temperaturas. “¿Por qué en lugares cálidos no se piensa en diseñar casas que tengan ventilación cruzada para ahorrar en refrigeración?”, se pregunta la arquitecta mendocina Carolina Ganem.


Se trata de principios básicos de la arquitectura bioclimática: usar a favor los recursos que ofrece la naturaleza como el sol, el viento, la vegetación y la temperatura ambiental para crear condiciones de confort que limiten tener que recurrir a sistemas mecánicos de calefacción o climatización. En Argentina, que está en el Hemisferio Sur, las ventanas se orientan al norte para aprovechar el calor del sol y esquivar en lo posible las tormentas y el frío que vienen del sur. La envolvente del edificio —es decir, la fachada, muros, ventanas, suelo y techo— también es clave para obtener ganancias o pérdidas de calor beneficiosas para los ocupantes de la casa, así como lo es la existencia de ventilación cruzada para generar movimiento de aire en verano.


Gil cree que la invisibilización del costo real de la energía es uno de los factores por los que la construcción sostenible en Argentina ha ido hacia atrás en vez de ir hacia adelante y lo sostiene con datos comparativos sobre consumo de calefacción entre ciudades de Argentina y de Europa incluidos en el estudio “¿Son los subsidios a la energía una herramienta efectiva para reducir las inequidades sociales?”. En Buenos Aires, el consumo duplica al de capitales europeas con un clima templado similar, como Atenas y Lisboa. Si se comparan ciudades con climas fríos, como la patagónica Santa Cruz y Berlín, la diferencia se quintuplica.


Las viviendas que ya están mal construidas suponen un desafío mayor. “No es fácil ni barato reconstruir una casa para hacerla más eficiente, pero sí se pueden tomar medidas de bajo costo como poner burletes en las ventanas, persianas para que cuando llegue la noche no se vaya el calor, regular los termostatos porque con sólo tres grados de diferencia se ahorra casi un 50% de energía”, enumera Gil.


Cambiar los hábitos de consumo no será fácil, admite la subsecretaria de Transición y Planeamiento energético, Mariela Beljansky: “No es sólo un tema ecológico, es un desafío cultural el que tenemos por delante”. Beljansky está convencida, sin embargo, que es necesario actuar con rapidez para cumplir con los compromisos asumidos por Argentina en el Acuerdo de París.


El sector energético genera el 45% de las emisiones de gases de efecto invernadero de Argentina y de ese total, un tercio se debe al consumo residencial. “Hipoteca gran parte del presupuesto argentino de emisiones”, denuncia la subsecretaria. Aún así, anticipa que el Estado argentino no planea establecer regulaciones obligatorias para la construcción ni incentivar la eficiencia energética mediante beneficios fiscales, tal y como se ha hecho en muchos países europeos y reclaman expertos locales.


La Unión Europea dictaminó en 2010 que todos los edificios nuevos tenían que ser de consumo casi nulo a partir de 2021. Argentina está muy lejos de algo parecido, aunque hay algunas pocas excepciones, como la ciudad de Rosario, que camina en esa dirección tras haber incluido la eficiencia energética en su ordenanza municipal desde 2011. El trabajo iniciado más de una década atrás comienza a rendir sus frutos, en especial en los edificios públicos, los primeros que se tienen que adaptar a las nuevas normativas. “Se trabaja en conjunto con los colegios profesionales, con la academia y con el sector público para sentar unas bases profundas y que después sean difícil volver atrás y que se pierda en las idas y venidas de nuestra economía”, dice Verónica Geese, secretaria de Energía de la provincia de Santa Fe.


Techos verdes

En Buenos Aires, la normativa incentiva el uso de techos verdes, que mejoran el aislamiento de forma natural, capturan dióxido de carbono y reducen el efecto de isla de calor de las ciudades. “En verano, dentro de mi departamento hay siete grados menos que en el exterior; tiene que hacer demasiado calor para encender el aire acondicionado. En invierno la calefacción no supera el mínimo”, dice Marta Rubio, una de las vecinas de la capital argentina que optaron por esta solución.


Los intentos de extender también el uso de paneles solares han fracasado. Por ahora su precio es tan alto que hasta consultores en energías renovables como Martín Dapelo sólo los recomiendan para grandes edificios con mucha actividad diurna o en barrios en los que se haga una instalación comunitaria.

Al calor del interés mundial ha crecido también el fraude. “Hay empresas que buscan dar una imagen verde que no es real y ponen paneles solares en lugares con sombra o mal orientados o plantas en fachadas que no se bancan el calor”, denuncia Ganem.


Algunos arquitectos, sin embargo, recurren a la ciencia para encontrar soluciones nuevas. Alejandra Nuñez Berté pensó en la lana para hacer mantos aislantes termoacústicos. No en la de las ovejas de la Patagonia, que se exporta para uso textil, sino en la de aquellas criadas por su carne en el resto del país. Los productores solían quemar esa lana de bajo valor o descartarla: el volumen total asciende a unos 3,8 millones de kilos anuales, según el Senasa.


Núnez Berté comenzó a comprar esta lana a los productores de la provincia de Buenos Aires para su emprendimiento de economía circular AbrigA: en vez de quemarla, la lava, la mezcla con sales minerales que garantizan su resistencia al fuego y la convierte en mantos aislantes que ya han comenzado a instalarse en paredes, cielos rasos y techos. “Los instaladores notan de inmediato la diferencia [con la lana de vidrio] y los arquitectos entienden que el material reduce la huella de carbono de la obra”, cuenta esta arquitecta. El pequeño descarte que les queda, investigan cómo usarlo para sustrato agrícola, lo que les permitirá cerrar el círculo y tener una producción sin residuos. “El costo hoy está un 20% arriba del de una lana de vidrio de buena calidad. En el presupuesto final no es un número tan significativo, pero tiene que ser alguien interesado en usar un material más sano y sustentable”, admite. En 2021 hizo mantos aislantes para 1000 metros cuadrados; en 2022, para 2.600 m2; en 2023, para 12.000 m2; y la proyección para este año se acerca a los 40.000 m2.


Una de sus primeras clientas fue su profesora, Angie Dub, que la usó para La escocesa, una vivienda para huéspedes en el corazón de la provincia de Buenos Aires. Dub, coordinadora de la maestría de arquitectura sustentable de la Universidad de Buenos Aires y profesora de tecnologías avanzadas en la Universidad di Tella, trabaja por sembrar una cultura distinta de la de usar y tirar, plasmada en el descarte sin usar del 10% de los materiales que llegan a las obras.


Biomaterial con conchas marinas

En otro de los proyectos de su estudio, Dub usó para el revestimiento madera de lapacho reciclada de viveros de principios del siglo XX que habían sido desmontados. Ahora trabaja en el desarrollo de un biomaterial para piezas en revestimientos hecho a partir de conchas de mar como las de ostras y mejillones, muy ricas en carbonato de calcio. “Suponen toneladas de desperdicio por año en todo el mundo, lo que permitiría replicarlo en varios lugares”, cuenta sobre el proyecto de investigación en marcha.


Con la misma filosofía que Núñez Berté, los ojos de Zenón Santiago se posaron en un residuo generado en todo el mundo en cantidades industriales: el plástico. En la ciudad de Buenos Aires, habitada por tres millones de personas, cada una de ellas consume y descarta, en promedio, 78 kilos de plástico al año, el doble que en el resto del país, según datos oficiales. Conocedor del rubro porque la empresa familiar comenzó con la fabricación de tuberías y cañerías, hace siete años Santiago decidió mutar el negocio hacia la construcción con Easybrick.


Esta empresa, basada en Tigre, en la periferia norte de Buenos Aires, ha creado un sistema de construcción basado en ladrillos de plástico reciclado y tiene ya más de 200 obras en su haber con una triple ventaja: reducen tiempo de construcción y costos, son más eficientes energéticamente y son más sustentables por el uso de materiales que no han sido generados de cero. “Tenemos una fábrica donde reciclamos 150 toneladas de plásticos al mes”, cuenta Santiago. Los paneles de Easybrick son encastrables, como legos de gran tamaño, lo que acelera la construcción. “En general nuestros clientes son más jóvenes, que entienden que hay que ser más responsables con todo lo que hacemos, y que no quieren pasar dos años haciendo su casa”.


Las sucesivas crisis económicas de Argentina han acostumbrado a su población y a la dirigencia política a pensar sólo en el corto plazo. Sin embargo, el cambio de conciencia de las nuevas generaciones es una oportunidad para que Argentina comience a tomarse en serio la transformación de uno de los sectores más contaminantes de su economía.

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